Por Antonio Orozco Delclós Me viene al recuerdo el famoso cuento de Borges, «Funes, el memorioso» (1): Ireneo Funes, un muchacho hijo de la planchadora del pueblo, un día se cayó y del golpe perdió el conocimiento, pero he aquí que al recobrarlo su captación, su conocimiento intuitivo de las cosas que veía «era casi intolerable de tan rico y tan nítido, y también las memorias más antiguas y más triviales. Poco después –cuenta el narrador- averiguó que estaba tullido. El hecho apenas le interesó. Razonó (sintió) que la inmovilidad era un precio mínimo. Ahora su percepción y su memoria eran infalibles. Nosotros, de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa; Funes, todos los vástagos y racimos y frutos que comprende una parra. Sabía las formas de las nubes australes del amanecer del treinta de abril de mil ochocientos ochenta y dos y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que sólo había mirado una vez y con las líneas de la espuma que un remo levantó en el Río Negro la víspera de la acción del Quebracho. Esos recuerdos no eran simples; cada imagen visual estaba ligada a sensaciones musculares, térmicas, etc. Podía reconstruir todos los sueños, todos los entresueños. Dos o tres veces había reconstruido un día entero; no había dudado nunca, pero cada reconstrucción había requerido un día entero … Una circunferencia en un pizarrón, un triángulo rectángulo, un rombo, son formas que podemos intuir plenamente; lo mismo le pasaba a Ireneo con las aborrascadas crines de un potro, con una punta de ganado en una cuchilla, con el fuego cambiante y con la innumerable ceniza, con las muchas caras de un muerto en un largo velorio. No sé cuántas estrellas veía en el cielo…». «Funes – continúa el narrador del cuento de Borges- no sólo recordaba cada hoja de cada árbol de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido o imaginado… Es difícil vislumbrar o inferir el vertiginoso mundo de Funes. Su propia cara en el espejo, sus propias manos, lo sorprendían cada vez. Notaba los progresos de la muerte, de la humedad. Era el solitario y lúcido espectador de un mundo multiforme, instantáneo y casi intolerablemente preciso». En fin, la vida del pobre Funes se convirtió en un vertiginoso tormento. Un ser limitado no puede contener nada infinito. Una memoria infinita nos atormentaría; una libertad infinita, con la que a veces soñamos insensatamente, sería un vértigo horroroso. Funes «no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos». Haríamos bien en agradecer a Dios cada uno de los límites que vamos advirtiendo o adquiriendo a lo largo de nuestro vivir en el mundo temporal. Pero el «caso Funes» nos puede dar una pista para elevarnos a la memoria de Dios Eterno. Dios sí puede sostener y gozar de una memoria infinita porque su Ser es infinito. Hay proporción y, por ello, felicidad suprema en el instante único de la existencia divina en la que todo, absolutamente todo lo que ha existido, existe y existirá está presente y patente. Reconocer los límites a la vez que se aprovechan las mejores posibilidades que Dios pone a nuestra disposición en cada momento de nuestra existencia sería la fórmula para lograr la relativa plenitud posible en este mundo y la total en el otro. Tema relacionado: El pesimista corregido, de Santiago Ramón y Cajal.
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