domingo, 30 de enero de 2011

el poder del lenguaje cisneros

Académico de la Lengua, doctor del espíritu

El mejor maestro. Luis Jaime Cisneros tuvo infinidad de virtudes. Entre ellas hay dos que destacaban: su capacidad para escuchar y comprender a las personas, y la profunda coherencia con que sus valores y convicciones encajaban con sus actitudes.

Por: Carlo Trivelli
Domingo 30 de Enero del 2011

Recuerdo una de las primeras veces que fui a visitar a Luis Jaime a su casa de la Av. La Paz. Me hicieron pasar y me dijeron: "el doctor está en la salita, es por ahí". Seguí las indicaciones y, al voltear un recodo, vi a Luis Jaime sentado al piano, tocando completamente absorto. Veía sus manos recorrer el teclado tal como las vería muchas otras veces sobre su máquina de escribir. Me acerqué en silencio y me paré a cierta distancia, temeroso de interrumpir. Tras unos minutos, la cadencia lo llevó a voltear hacia mí. Paró de tocar, cerró el piano y me saludó, cariñoso como siempre. Nos dirigimos a su estudio y en el camino le pregunté qué había estado tocando. "Nada, solo algo para alimentar el espíritu". Así era Luis Jaime.

Leer es discernir
Alimentar el espíritu, ese era su credo. Y no había ningún alimento mejor que la lectura. Es hasta ahora famoso el modo en que leía el pasaje de "El Aleph" en que Borges descubre esa pequeña esfera tornasolada a través de la cual se podía observar el universo entero. No creo que nadie haya podido escapar al rapto de la lectura de Luis Jaime. Aparte de maravillosa, esa lectura era parte de una de sus clases, una dedicada a desentrañar los lujos del estilo de Borges y, a través de ellos, enseñarnos la fuerza evocadora del lenguaje a partir del modo en que la palabra precisa, la enumeración acompasada y la adecuada selección de referentes disparaban la imaginación. Eso era el lenguaje: una puerta a la imaginación. Y, por tanto, hacia nuestro mundo interior.

Leer, para Luis Jaime, era eso: una actividad de autodescubrimiento. Porque, lejos de ser una mera herramienta para adquirir información, la confrontación con el texto obligaba a la reflexión. Siempre lo recordaba: la palabra "leer" viene de un antiguo verbo del mundo agrario latino que significaba seleccionar el grano propicio para la siembra. Los romanos (y eso a Luis Jaime le encantaba repetirlo) habían descubierto que leer era discernir: separar lo mejor para luego, con ello, nutrirse.

Era por eso que, cuando uno iba a verlo para hablar de sus dudas y problemas, lo que Luis Jaime hacía era recetarnos una lista de libros. Uno salía con un papelito con siete u ocho títulos anotados, y algunos de esos textos bajo el brazo.

¿Pero cómo lo sabe?
Pero no era solo una cuestión de vocación por el espíritu y una profesión de la lectura lo que hacía inigualable a Luis Jaime. Él, para eso, tenía un talento especial, un poder de discernimiento casi mágico. En los años en que fui su asistente, tuve el privilegio de estar presente en su oficina mientras entrevistaba a los alumnos a los que citaba o que lo iban a buscar motu proprio. Los hacía sentarse, les hacía un par de chistes para que se relajaran y luego conversaba con ellos. Y, casi siempre antes de que el chico o chica pudiera hacer la pregunta que lo había llevado a su oficina, Luis Jaime ya sabía cuál era. A veces le decía a uno: "¿Vas a administración? Pero si a ti te interesa la política…". Y el chico, sorprendido, invariablemente balbuceaba un "¿pero cómo lo sabe… ?". Luis Jaime podía leer a sus alumnos tal como leía a Borges. Inclusive sin tenerlos enfrente. Lo recuerdo corrigiendo exámenes y de pronto parar para decirme "Pobre de esta chica, tiene un tremendo problema de inseguridad". "¿Cómo lo sabes?", le pregunté más de una vez. "Ah, no me preguntes eso, no tengo idea, solo lo sé", me respondía. Lo suyo era una suerte de ojo clínico, pero para el espíritu.

Creadores de lenguaje
Fue desde esa preocupación que Luis Jaime siempre abordó la educación. Educar nunca fue para él enseñar una materia. Por eso, a pesar de sus lauros académicos, siempre se dedicó a enseñar a los alumnos de Estudios Generales. Su curso de Lengua era una lección sobre el rigor intelectual, la lectura y la vida universitaria, sí, pero sobre todo una reflexión acerca de cómo éramos creadores de lenguaje y, por tanto, únicos y, a la vez, miembros de una comunidad.

Pero su mayor cátedra fue su actitud para con los alumnos. Hay una historia que lo grafica con exactitud: en alguna ocasión, en sus primeros años de profesor, fue a buscar al padre de uno de sus alumnos, un chico que estaba sumido en la depresión. El padre, autoritario, ignoraba los problemas de su hijo y los entendía como mera debilidad e intentaba forzarlo a ir en una dirección en que el chico claramente no quería ir. Cuando Luis Jaime le pidió que comprendiera, el hombre se enfureció y le dijo "Mire doctorcito, no me va a venir usted a decir cómo criar a mis hijos". "¿Cuántos hijos de 17 años tiene?" le preguntó el doctorcito. El hombre, confundido, le dijo lo que Luis Jaime ya sabía: "Uno". "Bueno pues, yo tengo 50 cada semestre" fue la respuesta de Luis Jaime antes de irse.

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