martes 14 de noviembre de 2006
Félix Reátegui sobre Toda la sangre
Toda la sangre, elogiable antología de narrativa peruana sobre la violencia, realizada por Gustavo Faverón ha suscitado una variedad de lecturas y puntos de vista disímiles. Félix Reátegui, gran amigo y lector diligente, no sólo escribe el epílogo de la antología sino que me acaba de mandar un texto en el que da mayores luces al respecto.
Culturalistas, revisionistas, negacionistas
Escribe FÉLIX REÁTEGUI
No resulta sencillo entender algunas de las reacciones que ha suscitado la antología de narrativa sobre la violencia, Toda la sangre, y en particular la introducción a ella escrita por Gustavo Faverón. El escritor Oswaldo Reynoso calificó este texto de tendencioso durante una presentación del libro, y ha repetido esa opinión en la Feria del Libro de Santiago. Pero no dijo con todas sus letras cuál era esa tendencia que le parecía objetable. Algo de ello dejó insinuado con el uso de términos como «guerra popular» y «presos políticos» para referirse al conflicto armado interno iniciado por Sendero Luminoso y a los presos de esa organización, respectivamente. Tendencioso por hablar de violencia política; tendencioso por traslucir una reprobación moral sin ambages al senderismo. ¿Soportará el adjetivo —tendencioso— ese contenido? Supongo que sí, si es que se finge hablar o escribir desde una cámara de vacío moral.
Un reseñador que escribe con seudónimo echa en cara al texto de Gustavo no se sabe exactamente qué. Si uno lee con paciencia hasta el final —hay que sortear, en el camino, un empleo un poco fetichista de términos como «prácticas discusivas», «instancias de emisión», «lugar de enunciación», «identidad textual», «postura enunciativa hegemónica»— puede intuir, más o menos, que el quid del asunto es éste: el prologuista ha incurrido en una irresponsabilidad intelectual al partir desde un marco teórico culturalista para llegar, al cabo, a sostener posturas favorables a una democracia universalista. El reseñador no termina de hacer explícita su postura —porque no quiere o porque se enreda en su esforzada hybris terminológica—: ¿estamos ante un presunto tropiezo intelectual de Gustavo: el no haber empleado bien su marco teórico? ¿O ante una postura política recusable: el no situar el desenfreno homicida senderista en un contexto histórico que lo absuelva de responsabilidad, o el no plantear la equivalencia moral entre el totalitarismo y el ciertamente injusto régimen democrático?
La primera posibilidad es iluminadora: echa luces sobre ciertos estilos de pensamiento bastante acartonados y, uno hubiera creído, ya dejados atrás, aquellos para los cuales un marco teórico no es tal —un ambiente para plantearse cierto tipo de preguntas y no otras; para plantear con una lógica determinada, y no otra, las relaciones entre ciertos fenómenos— sino un cajón de respuestas listas para usar. Según el reseñador, el apelar a Raymond Williams y a Edward Said (se le escapó, en su cacería onomástica, el nombre de Fredric Jameson, que también asoma por ahí sin estar escrito: hay que fijarse en las ideas, no en los nombres) debería haberlo conducido de la mano a un razonamiento y a una conclusión: el señalamiento de «las prácticas obscenamente abstractas y alienantes del Estado peruano». La pregunta sería, entonces, para qué darse el trabajo de pensar y de leer si todo ya está previsto en la teoría. Esta anécdota, creo yo, solamente ilustra la tenacidad del estilo de razonamiento de los pseudomarxistas de hace décadas: esos para quienes bastaba nombrar a Marx para saber qué decir sobre cualquier problema o circunstancia. Ahora, resulta que el culturalismo —que según cree el reseñador sustituye a la categoría de clase por la de cultura en el análisis del conflicto— es para ellos la fase superior del marxismo-harneckerismo. (Eso es lo malo de discutir con seudónimos: de repente me equivoco y el reseñador es un jovencito que jamás ha oído hablar de los clásicos de la editorial Progreso y que ha reinventado por sí solo la tradición del pensamiento ready-made. Datos en contra de esta hipótesis: el uso de la palabra supérstite, que ya era huachafa cuando la usaba el, por lo demás, excelente escritor José Carlos Mariátegui).
Desde luego, llegados a esto, ningún emprendimiento intelectual tendría que ser juzgado sobre la base de sus razones. El intelectual es sobre todo un guerrero. Vive bajo el hechizo de la «undécima para Feuerbach» (perdonen los que tengan menos de treinta y cinco años: son asuntos ya viejos). Y, por eso, la descalificación al prólogo de Toda la Sangre recala en dos momentos en lo siguiente: «para ser consecuente, Faverón no podía pasar por alto...»; «un crítico cultural consecuente extraería la explicación obvia...» (de pasada: si es obvia, ¿para que la tendría que extraer?). La palabra consecuente ya vive en los dos mundos: suena a propiedad lógica, pero está impregnada de pragmática: convierte su propia pragmática en lo lógico: es ideología. Pone en acto un oxímoron interesante: la militancia intelectual. Implica además un chantaje que, por fortuna, sólo funciona para los que tienen espíritu gregario: o eres consecuente o te vas. Hace décadas Lészek Kolakowski expuso magníficas razones para irse en su extraordinario, y en ese momento valiente, «elogio de la inconsecuencia».
El culturalismo —todavía no sé si el término es de uso habitual como equivalente de «estudios culturales»— sería entonces una estrategia de guerra. Y esa percepción, en apariencia, tendría alguna justificación. ¿No fue, acaso, Edward Said un guerrero cultural? Sí, claro; pero sus libros no nos enseñan qué decir sino qué preguntar: nos prometen un método de lectura. El crítico literario, que antecedió en Said al estudioso de la cultura, lo salvó del dogmatismo y permitió que su impugnación del etnocentrismo fuera una tarea creativa: ¿no son sus lecturas de Austen o de Conrad ejercicios interpretativos de primera fila, no son buenas lecciones de esa lectura línea por línea que reclamaba (el fascista) Pound? ¿No será que el crítico de la cultura debería tener como primer mandamiento el saber leer por sí mismo antes que preocuparse por ser consecuente?
Pero, si, como parece, al reseñador anónimo no le interesan tanto las ideas cuanto la derivación estratégica de éstas, ¿de qué estamos hablando? Estamos hablando, según la reseña, de que no se debería «soslayar que la violencia de Sendero se superpone al proceso de disolución de los vínculos tradicionales familiares que la civilización europea y su avatar anglosajón han efectuado del modo más efectivo». O sea, una lectura adecuada del material literario sería la que apelara a ese historicismo rígido: Sendero Luminoso es el producto mecánico —y, por mecánico, ¿inocente? ¿necesario?— de la historia del Perú. Estamos hablando, también, de que, para ser correcta, una lectura de ese material tendría que poner al costado de cada mención de Sendero Luminoso una mención de los crímenes cometidos por el Estado peruano. ¿Para qué? ¿Para lograr una neutralización de los efectos?, ¿para escenificar en el texto otro de esos pactos de impunidad, de mutua absolución, que los actores armados suelen contraer después de haber utilizado a la gente como carne de cañón, pactos después de los cuales los sobrevivientes se ven obligados a votar por alguno de sus verdugos de ayer? Sólo de una manera muy interesada se podría decir que la antología y el texto que la precede toman algún partido por el Estado en cuanto agente violador de derechos humanos. Ni siquiera toman partido por él en cuanto representante de un orden social deseable. Dice Gustavo: «Los políticos peruanos han probado en el último proceso electoral que para ellos el fin de la guerra no es sino una autorización para volver al viejo orden, como si nada en absoluto hubiera sucedido». Si acaso, toma partido, creo yo, por los derechos de las personas, por eso que el reseñador llama despectivamente «ciudadanía occidental y moralidad universalista». Es, por lo demás, el mismo partido que evidentemente toma el texto que escribí como epílogo del mismo libro y que el reseñador ha encontrado interesante, cosa que agradezco y al mismo tiempo me desconcierta: ¿será, acaso, que lo que le molesta no es la moral universalista sino que desde el culturalismo se piense una moral universalista?
¿Desde qué punto de vista puede ser esa toma de partido deleznable? ¿Desde qué punto de vista analizar los colapsos provocados por Sendero Luminoso equivale a escribir desde «la cultura hegemónica opresora»? ¿Desde qué ángulo es que resulta objetablemente tendencioso llamar a la violencia, violencia, y no guerra popular?
Yo hubiera creído que más bien era cierto lo contrario. ¿Cómo llamamos a los asesinatos, a las masacres, al sometimiento de niñas a servidumbre sexual practicado por Sendero Luminoso? ¿Aceptamos todo eso en nombre del devenir histórico? ¿O las anulamos, como en una ecuación algebraica, poniendo a su lado los horrores imperdonables cometidos también por el Estado? Parecía imposible que alguien propusiera esto último; pero no hay que olvidar que tras un horror humanitario viene el reconocimiento y que muchas veces, tras el reconocimiento, vienen el revisionismo y el negacionismo. Los combates por la memoria tienen varios frentes, o tal vez sólo uno: el de los elitistas y los conservadores de derecha y de izquierda para los que la vida de cierta gente siempre valdrá menos que una robusta curva de utilidad marginal o que una frase con esdrújulas.
Culturalistas, revisionistas, negacionistas
Escribe FÉLIX REÁTEGUI
No resulta sencillo entender algunas de las reacciones que ha suscitado la antología de narrativa sobre la violencia, Toda la sangre, y en particular la introducción a ella escrita por Gustavo Faverón. El escritor Oswaldo Reynoso calificó este texto de tendencioso durante una presentación del libro, y ha repetido esa opinión en la Feria del Libro de Santiago. Pero no dijo con todas sus letras cuál era esa tendencia que le parecía objetable. Algo de ello dejó insinuado con el uso de términos como «guerra popular» y «presos políticos» para referirse al conflicto armado interno iniciado por Sendero Luminoso y a los presos de esa organización, respectivamente. Tendencioso por hablar de violencia política; tendencioso por traslucir una reprobación moral sin ambages al senderismo. ¿Soportará el adjetivo —tendencioso— ese contenido? Supongo que sí, si es que se finge hablar o escribir desde una cámara de vacío moral.
Un reseñador que escribe con seudónimo echa en cara al texto de Gustavo no se sabe exactamente qué. Si uno lee con paciencia hasta el final —hay que sortear, en el camino, un empleo un poco fetichista de términos como «prácticas discusivas», «instancias de emisión», «lugar de enunciación», «identidad textual», «postura enunciativa hegemónica»— puede intuir, más o menos, que el quid del asunto es éste: el prologuista ha incurrido en una irresponsabilidad intelectual al partir desde un marco teórico culturalista para llegar, al cabo, a sostener posturas favorables a una democracia universalista. El reseñador no termina de hacer explícita su postura —porque no quiere o porque se enreda en su esforzada hybris terminológica—: ¿estamos ante un presunto tropiezo intelectual de Gustavo: el no haber empleado bien su marco teórico? ¿O ante una postura política recusable: el no situar el desenfreno homicida senderista en un contexto histórico que lo absuelva de responsabilidad, o el no plantear la equivalencia moral entre el totalitarismo y el ciertamente injusto régimen democrático?
La primera posibilidad es iluminadora: echa luces sobre ciertos estilos de pensamiento bastante acartonados y, uno hubiera creído, ya dejados atrás, aquellos para los cuales un marco teórico no es tal —un ambiente para plantearse cierto tipo de preguntas y no otras; para plantear con una lógica determinada, y no otra, las relaciones entre ciertos fenómenos— sino un cajón de respuestas listas para usar. Según el reseñador, el apelar a Raymond Williams y a Edward Said (se le escapó, en su cacería onomástica, el nombre de Fredric Jameson, que también asoma por ahí sin estar escrito: hay que fijarse en las ideas, no en los nombres) debería haberlo conducido de la mano a un razonamiento y a una conclusión: el señalamiento de «las prácticas obscenamente abstractas y alienantes del Estado peruano». La pregunta sería, entonces, para qué darse el trabajo de pensar y de leer si todo ya está previsto en la teoría. Esta anécdota, creo yo, solamente ilustra la tenacidad del estilo de razonamiento de los pseudomarxistas de hace décadas: esos para quienes bastaba nombrar a Marx para saber qué decir sobre cualquier problema o circunstancia. Ahora, resulta que el culturalismo —que según cree el reseñador sustituye a la categoría de clase por la de cultura en el análisis del conflicto— es para ellos la fase superior del marxismo-harneckerismo. (Eso es lo malo de discutir con seudónimos: de repente me equivoco y el reseñador es un jovencito que jamás ha oído hablar de los clásicos de la editorial Progreso y que ha reinventado por sí solo la tradición del pensamiento ready-made. Datos en contra de esta hipótesis: el uso de la palabra supérstite, que ya era huachafa cuando la usaba el, por lo demás, excelente escritor José Carlos Mariátegui).
Desde luego, llegados a esto, ningún emprendimiento intelectual tendría que ser juzgado sobre la base de sus razones. El intelectual es sobre todo un guerrero. Vive bajo el hechizo de la «undécima para Feuerbach» (perdonen los que tengan menos de treinta y cinco años: son asuntos ya viejos). Y, por eso, la descalificación al prólogo de Toda la Sangre recala en dos momentos en lo siguiente: «para ser consecuente, Faverón no podía pasar por alto...»; «un crítico cultural consecuente extraería la explicación obvia...» (de pasada: si es obvia, ¿para que la tendría que extraer?). La palabra consecuente ya vive en los dos mundos: suena a propiedad lógica, pero está impregnada de pragmática: convierte su propia pragmática en lo lógico: es ideología. Pone en acto un oxímoron interesante: la militancia intelectual. Implica además un chantaje que, por fortuna, sólo funciona para los que tienen espíritu gregario: o eres consecuente o te vas. Hace décadas Lészek Kolakowski expuso magníficas razones para irse en su extraordinario, y en ese momento valiente, «elogio de la inconsecuencia».
El culturalismo —todavía no sé si el término es de uso habitual como equivalente de «estudios culturales»— sería entonces una estrategia de guerra. Y esa percepción, en apariencia, tendría alguna justificación. ¿No fue, acaso, Edward Said un guerrero cultural? Sí, claro; pero sus libros no nos enseñan qué decir sino qué preguntar: nos prometen un método de lectura. El crítico literario, que antecedió en Said al estudioso de la cultura, lo salvó del dogmatismo y permitió que su impugnación del etnocentrismo fuera una tarea creativa: ¿no son sus lecturas de Austen o de Conrad ejercicios interpretativos de primera fila, no son buenas lecciones de esa lectura línea por línea que reclamaba (el fascista) Pound? ¿No será que el crítico de la cultura debería tener como primer mandamiento el saber leer por sí mismo antes que preocuparse por ser consecuente?
Pero, si, como parece, al reseñador anónimo no le interesan tanto las ideas cuanto la derivación estratégica de éstas, ¿de qué estamos hablando? Estamos hablando, según la reseña, de que no se debería «soslayar que la violencia de Sendero se superpone al proceso de disolución de los vínculos tradicionales familiares que la civilización europea y su avatar anglosajón han efectuado del modo más efectivo». O sea, una lectura adecuada del material literario sería la que apelara a ese historicismo rígido: Sendero Luminoso es el producto mecánico —y, por mecánico, ¿inocente? ¿necesario?— de la historia del Perú. Estamos hablando, también, de que, para ser correcta, una lectura de ese material tendría que poner al costado de cada mención de Sendero Luminoso una mención de los crímenes cometidos por el Estado peruano. ¿Para qué? ¿Para lograr una neutralización de los efectos?, ¿para escenificar en el texto otro de esos pactos de impunidad, de mutua absolución, que los actores armados suelen contraer después de haber utilizado a la gente como carne de cañón, pactos después de los cuales los sobrevivientes se ven obligados a votar por alguno de sus verdugos de ayer? Sólo de una manera muy interesada se podría decir que la antología y el texto que la precede toman algún partido por el Estado en cuanto agente violador de derechos humanos. Ni siquiera toman partido por él en cuanto representante de un orden social deseable. Dice Gustavo: «Los políticos peruanos han probado en el último proceso electoral que para ellos el fin de la guerra no es sino una autorización para volver al viejo orden, como si nada en absoluto hubiera sucedido». Si acaso, toma partido, creo yo, por los derechos de las personas, por eso que el reseñador llama despectivamente «ciudadanía occidental y moralidad universalista». Es, por lo demás, el mismo partido que evidentemente toma el texto que escribí como epílogo del mismo libro y que el reseñador ha encontrado interesante, cosa que agradezco y al mismo tiempo me desconcierta: ¿será, acaso, que lo que le molesta no es la moral universalista sino que desde el culturalismo se piense una moral universalista?
¿Desde qué punto de vista puede ser esa toma de partido deleznable? ¿Desde qué punto de vista analizar los colapsos provocados por Sendero Luminoso equivale a escribir desde «la cultura hegemónica opresora»? ¿Desde qué ángulo es que resulta objetablemente tendencioso llamar a la violencia, violencia, y no guerra popular?
Yo hubiera creído que más bien era cierto lo contrario. ¿Cómo llamamos a los asesinatos, a las masacres, al sometimiento de niñas a servidumbre sexual practicado por Sendero Luminoso? ¿Aceptamos todo eso en nombre del devenir histórico? ¿O las anulamos, como en una ecuación algebraica, poniendo a su lado los horrores imperdonables cometidos también por el Estado? Parecía imposible que alguien propusiera esto último; pero no hay que olvidar que tras un horror humanitario viene el reconocimiento y que muchas veces, tras el reconocimiento, vienen el revisionismo y el negacionismo. Los combates por la memoria tienen varios frentes, o tal vez sólo uno: el de los elitistas y los conservadores de derecha y de izquierda para los que la vida de cierta gente siempre valdrá menos que una robusta curva de utilidad marginal o que una frase con esdrújulas.
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