El jovencito de 70 años
Un chico grande. Desde España, el escritor peruano Santiago Roncagliolo comparte los curiosos recuerdos de un Luis Jaime eternamente joven.
En mi facultad había una decana mojigata. Vivía obsesionada con la posibilidad –terrible a sus ojos– de que los alumnos coqueteasen, se besasen, o incluso –¡válgame dios!- se atreviesen a tocarse públicamente en ese sagrado recinto de saber. A los profesores asistentes, nos instaba a retirar el carnet universitario de cualquier impúdica pareja que sorprendiésemos desviándose de la recta actitud en los confortables jardines de la facultad de Psicología. A los pobres chicos que caían, los citaba en su despacho y les hacía reflexionar sobre la familia, la maternidad y el decoro.
Esta profesora era soltera, religiosa y no especialmente agraciada, lo cual daba pie a bromas sobre cuánto se odia lo que no se conoce. La mayoría de esas bromas eran bastante desagradables, pero Luis Jaime Cisneros tenía una fórmula para hacerlas sonar elegantes. Cada vez que la profesora pasaba a nuestro lado, Luis Jaime se volvía hacia mí y me decía:
-Pobre mujer. Tantas navidades y ninguna noche buena.
Visitas, bromas y crucigramas
Al saber de la muerte de Luis Jaime, lo primero que he recordado eran sus bromas, pícaras y traviesas, como de niño. Eso sí, de niño con un vocabulario exquisito. Muchos fines de semana me invitaba a su casa a trabajar, pero nunca trabajábamos: hablábamos de la vida y luego rellenábamos los crucigramas del periódico. Bueno, "rellenábamos" es un decir. Él escribía cosas como "Desde hoy el Perú es libre e independiente por la voluntad de los pueblos y por la justicia de su causa que Dios defiende: San Martín". Y yo, en mi turno, anotaba: "Calcio: Ca".
El despacho de la sabiduría
Durante esas visitas, me recibía en uno de sus despachos forrado de libros –tenía dos o tres, hasta donde yo vi–. Ahí, montañas de papeles, documentos, conferencias, artículos, se apilaban sobre las mesas y se apretaban en los cajones, alrededor de una vieja máquina de escribir apertrechada con hojas de papel carbón. Cuando una ruma era demasiado alta, habitualmente se trataba de un trabajo en curso, que Luis Jaime me explicaba con pasión:
-Este es mi estudio sobre el Lunarejo, que me tomará unos diez o quince años. Éste de aquí es un libro sobre Guillaume, que debe ser un poco más breve. Éste otro sí que es difícil, en menos de veinte años no estará listo.
El niño al que no se le ocurrió morir
El Luis Jaime que decía esto ya era un hombre mayor. Había sido profesor de mi padre y colega de mi abuelo –que falleció hace ya unos años–. Sufría graves problemas de garganta y uno de sus ojos no funcionaba. Y sin embargo, marcaba los plazos de sus trabajos como si le quedase toda la vida por delante.
Quizá, como a los niños, nunca se le ocurrió que se podía morir. Después de cada almuerzo, cuando su esposa nos preguntaba a los invitados si queríamos algo más, Luis Jaime, desde el horizonte de su dieta baja en sal y colesterol, se apresuraba a responder:
-Yo me tomaría un whisky.
Esa cercanía hacía que sus estudiantes nos sintiésemos cómodos con él. Luis Jaime era una institución, presidía la Academia de la Lengua, integraba organizaciones políticas y humanistas, llevaba medio siglo como uno de los hombres más importantes del panorama intelectual peruano. Pero cuando estabas con él, te preguntaba por tus novias, y te hablaba de las suyas, y te contaba chistes, y tú, para no pensar que el maestro Luis Jaime Cisneros se estaba poniendo en tu nivel, te hacías la ilusión de que tú estabas en el suyo.
La alegría inolvidable
Quizá por eso, a mí, hasta ahora, tampoco se me ocurrió que él podía morir algún día. Y habría preferido que no se me ocurriese.
Ahora que he recibido esa noticia, trato de pensar en su trabajo como lingüista y como docente, y supongo que debo decir algo muy solemne sobre la trascendencia del trabajo de Luis Jaime. Pero habrá otras personas que escriban de eso con más elocuencia. Personalmente, lo que más recuerdo, lo que nunca olvidaré, es a ese chico de setenta años que vivía con más alegría y buen humor que muchos chicos de veinte, que sabía reírse de sí mismo y de los demás, y que siempre te recibía con una sonrisa. El trabajo académico de Luis Jaime se guarda en bibliotecas y se puede consultar. Pero sus enseñanzas humanas son irrepetibles, y son las que yo llevaré conmigo para siempre
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